domingo, 30 de agosto de 2009

Introducción

Estos cuentos surgieron a lo largo de varios años, esporádicamente. Los escribí en distintos momentos de mi vida respondiendo a necesidades personales. Como toda creación, nacieron de manera individual e incompleta. Se recopilaron merced a una colaboración colectiva. De gente amiga.
Fue por sugerencia de Alvaro De la Iglesia, que consideré seriamente compilarlos. El me hizo notar que todos transcurrían en bares, elemento común que determinó el título bajo el que se agruparían. Junto a Débora Lambri lograron convencerme de publicar, por primera vez, material literario.
Después intervino Fabián Retamar, editor de la revista ‘La Puerta’, de Granadero Baigorria, donde publico diversos artículos periodísticos y de opinión desde hace ocho años. En las páginas de dicho medio, estos cuentos habrían de ver la luz entre junio y noviembre de 2006.
El aporte final provino de Pablo Colaso, quien aceptó gentilmente mi pedido de ilustrarlos. A razón de una imagen por texto, llevó a cabo un notable ejercicio de interpretación y síntesis que evidencia su talento, complementando eficazmente cada una de las historias. También colaboró a la hora de organizar y diseñar este blog, idea más suya que mía.
A todos, mi agradecimiento.

Mariano Sicart

Mala noche


Hacía tiempo que la noche se había dejado caer sobre la ciudad, habían pasado las nueve cuando entró al bar. Sólo algunos habituales clientes de esos que nunca pagan y el polaco detrás de la barra, como siempre. Se sentó en la mesa que da a Santa Fe y pidió una cerveza. Una mirada a la calle vacía de todo movimiento bastaba para desalentar a cualquiera, pero no a él. ¿Qué más podía pasarle ese día?. A comparación de sus problemas, nada era demasiado importante, llegó a pensar mientras tomaba un pucho del atado. En eso estaba cuando dos canas con cara de pocos amigos entraron. Afuera, el patrullero estacionado sobre la esquina desentonaba entre la oscuridad de la cuadra.
El polaco dejó la cerveza sobre la mesa mientras por lo bajo le aconsejó que se apurara. Las cosas podían llegar a complicarse, previno. Sin embargo, permaneció sentado, mirando como quién no quiere la cosa a los policías que interrogaban a vagos, timberos, prostitutas y ocasionales jugadores de pool de las mesas del fondo, sin dar con las respuestas que buscaban. Uno de ellos caminó en dirección a él, que instintivamente deslizó su mano derecha hacia el interior del pantalón, a la altura de la cintura. Los dedos se fueron acomodando lentamente en la empuñadura del treinta y ocho, que sintió más frío que de costumbre. No se alteró en lo más mínimo, estaba dispuesto a todo.
-¿Tenés fuego?- le preguntó con gesto inquisitivo el oficial.
No contestó, sólo atinó a subir rápidamente su mano hasta el bolsillo de la camisa y sacar el encendedor, esquivando la mirada del policía al alcanzárselo.
-Gracias, seguro no sabés nada de lo que pasó hoy en el barrio, sino no estarías tan tranquilo, ¿eh?- increpó nuevamente el agente.
-No, no soy de por acá-, se limitó a responder, apurando el primer vaso.
-Parece que un tal Rodríguez bajó de un tiro en la cabeza al fiolo de la Yuli, una trola del cabaret de acá a la vuelta, en un ajuste de cuentas. ¡Mirá si te vas a meter en quilombos por semejante puta, loco! Hay cada boludo dando vueltas- deslizó con un dejo de ironía sin dejar de mirarlo, dando la primer pitada al cigarrillo que acababa de encender.
-Sí- contestó sin expresión alguna, sirviendo distraídamente el vaso vacío.
-Lo peor de todo es que la mina palmó hace un par de horas, sobredosis parece. No tenemos muchos datos del tipo, pero creemos que todavía anda por la zona, así que vamos a tener que peinar el barrio de arriba a abajo. Es lo que hacemos ahora- explicó el oficial, devolviéndole el viejo encendedor de metal.
No supo bien qué hacer, acababa de enterarse que la mujer que amaba con locura, y por la que había llegado incluso a matar, ya nunca volvería a estar con él. Por un momento pensó en confesar todo al policía y entregarse, pero no tuvo tiempo.
-Bueh, Daniel, vamos. Ya revisé el lugar y parece que nadie sabe nada. Tenemos más boliches que allanar- comentó a desgano el sargento, cerrando la puerta de entrada del bar y ganando la vereda con rumbo al móvil.
-Voy, Adrián- respondió su compañero despidiéndose, sin saberlo, de la persona que estaban buscando, para perderse tras los pasos de su superior.
El patrullero se internó en la oscuridad a gran velocidad.
-Tuviste suerte de que no te reconocieran, negro, pero vas a tener que borrarte por un tiempo- le comentó el polaco acercándose a su mesa, visiblemente asombrado.
Sin decir nada, dejo un billete bajo la botella semivacía y abandono el lugar. El frío era intenso, por lo que abotonó su saco y comenzó a caminar con rumbo incierto. Era una mala noche.

Publicado en revista La Puerta Nº 166 – Noviembre, 2006
Mariano Sicart (1999)

Solo por amor


-No sabría cómo definirlo. Desde el principio mismo de nuestra relación las cosas se fueron dando naturalmente, casi sin buscarlo. Fue en este mismo bar, hace ya casi... ¿cuatro meses? Parece mentira que haya pasado tanto tiempo desde el día en que Melina, una amiga en común, nos presentó. Gabriel nunca fue lo que se dice “el hombre perfecto”. Yo diría sin temor a equivocarme que es todo lo contrario. Veintipico, estudiante de Bellas Artes, bastante vago aunque inteligente, y para ser sincera, poco atractivo desde el punto de vista físico. Pero ninguno de los dos buscaba algo serio, por lo que pasar buenos momentos era el mayor compromiso entre nosotros. Entonces realmente no existían problemas, a diferencia de lo que sucede ahora. Me entiende, ¿no?
-Sí, señorita. La estoy escuchando...
-Bien, ahora le voy a contar cómo todo se fue complicando. Resulta que el muy turro la jugaba de callado, y me engañaba. O sea, lo nuestro podría ser definido como una transa, pero igual yo le había planteado desde el vamos que si otra persona aparecía, no lo íbamos a ocultar. A ver si queda claro, ninguno de los dos sentía nada por el otro. Era cuestión de piel nomás, teníamos buena química, pero nada más. Igual, no daba para arruinar lo nuestro de la forma en que él lo hizo. Porque si hay alguien que tiene la culpa, ese es Gabriel. Yo... bueno, no me mire así, ¿qué piensa?
-Me parece que, no sé bien qué le hizo este muchacho, pero creo que usted no debería reaccionar de esta manera. No lo tome a mal, pero los clientes la están mirando feo, y afuera...
-¡Bah!, no se preocupe, cuando él llegue todo se va solucionar. Mientras tanto, le voy a contar lo que pasó cuando lo descubrí. Una noche quedamos en encontrarnos acá para salir después. Yo andaba por el barrio y llegué al bar bastante antes de la hora prevista. Desde la otra esquina lo vi, en esta misma mesa, tomando un café con otra. Junto a la ventana, muy cariñosos, agarrados de la mano y todo. Al rato se despidieron con un apasionado beso. Ella salió y él miró su reloj. Claro, todavía faltaban quince minutos para vernos. Yo estaba en la vereda opuesta, observándolos sin que ellos se dieran cuenta. ¿Usted, que hubiera hecho?
-Mire, yo no sé... ¿porque no se calma un poco? No hay necesidad de seguir con esto...
-¡Cállese! Ustedes también, quédense en sus lugares y déjenme terminar mi historia. ¿Dónde estaba? ¡Ah!, en lugar de presentarme y encararlo ahí nomás, la seguí a ella. Mirándola bien, no era gran cosa... flaca, un poco más joven que yo, pero nada más. No vive muy lejos tampoco. Una vez que la vi entrar en su casa, me vine para acá y le inventé una excusa cualquiera por la tardanza. Hablamos como si nada y en un momento dado, se puso serio y me dijo que quería terminar conmigo. No me lo esperaba, pensé que su intención era jugar a dos puntas. Pero no, lo reconoció. No fue algo planeado, me dijo. ¡Se había enamorado! O eso llegó a creer él, estando confundido. Porque ella lo hizo dudar.
Y así llegamos a hoy. ¿Sabe una cosa? No me importa nada, ni los patrulleros policiales que tienen rodeada la cuadra, ni todos los clientes del bar que tomé de rehenes. Si él no se presenta los mato a todos. Sé usar muy bien este revólver y tengo muchas balas, ¿sabe?. Mozo, ¿qué le pasa?
-Pienso en la mujer, pobre, no merecía lo que le hizo.
-¿Ella?, ya fue. Que la policía haya encontrado el cuerpo complicó todo, lo admito. Pero cuando Gabi llegué hasta acá me agradecerá que la haya matado. Me mirará a los ojos y al verme se dará cuenta de que realmente nos amamos. Sólo por amor yo llegué a hacer todo esto. Lo entenderá. Me besará y seremos felices por el resto de nuestras vidas, ya verá.

Publicado en revista La Puerta Nº 165 – Octubre, 2006
Mariano Sicart (2000)

Crónica de rutina


El día languidece sin remedio entre estas paredes. Afuera la tarde parece estar linda, pero el dato es anecdótico. Acá todo se sucede a un ritmo lento, cansino, sin margen para la sorpresa, pero tampoco para el aburrimiento. Siempre hay algo que hacer, aún cuando uno no quiera. Un bar no se atiende solo, me digo mientras la veo venir hacia la barra.
Ana me encarga un café sin ocultar su sonrisa. Al tiempo que lo preparo, me pregunto qué le habrá visto a este laburo para disfrutarlo tanto. Digo, ¿qué hace una joven estudiante de Psicología trabajando de mesera? Argentina 2004, me respondo mentalmente. Qué se yo, a mí no me quedo otra que ponerme al frente del negocio después de la muerte del viejo. Se lo había prometido, y acá estoy. Me gusta pensar que desde arriba está orgulloso viendo como me las arreglé para sacarlo adelante. No ha sido fácil. Pero ella, por momentos me cuesta entender su buena predisposición. Debe tener que ver con poder bancarse sola, vivir y estudiar. En este país eso solo ya es motivo de, sino alegría, orgullo al menos. Pero calculo que también debe disfrutar escuchando las charlas de los que frecuentan estas mesas. Le va a servir de aprendizaje para la carrera. Carne de diván es poco.
Los burreros de la mesa cinco, sin ir más lejos. Todo un caso, esos viejos. Tres jubilados que caen todos los días, llueve o truene. Clientes fijos, podría decirse. Siempre piden un cortado cada uno y el televisor en “Crónica” para ver los resultados del Turf. A veces apuestan entre ellos, para discutir nomás. Si entra una buena mina se babean de lo lindo. Sin molestar, eso sí. Uno hasta suele probar suerte con piropos que pasan sin pena ni gloria, no encontrando respuesta por parte de la “afortunada” de turno. Pero se divierten. Hay que ver qué le depara a uno esa edad. Después de todo, a mí no me falta tanto, tampoco.
Le sirvo el café en la bandeja a Ana y me dirijo hacia la caja registradora. El gerente de la empresa de oficinas de la otra cuadra espera que le cobre. Treinta y pico. A este lo tengo junado. La mujer que ahora recoge su abrigo del respaldo de la silla es su secretaria. Veinte y algo. Están viniendo desde hace un par de meses, después del trabajo. Hoy discutieron, se les nota en las caras. Paga y salen juntos. Cuidan las formas, de la puerta para afuera. Porque lo que se ve acá... El es casado. Y ella está bastante cansada de jugar el papel de amante comprensiva. La semana pasada, Ana me comentó que el tipo le prometió dejar a la señora, porque la relación no daba para más. Después, parece que volvió atrás con la excusa de los hijos y le pidió un tiempo. Habrá que ver cómo sigue la novela de acá en más.
Emanuel ve acercarse a Ana con su café y abandona momentáneamente la lectura. A él le gusta y ella se da cuenta, pero no le da calce. El viejo, amigo mío, me dijo que esta semana le tomaban un recuperatorio. Viene siempre el Ema, después del colegio. Si no está ocupada, elige la mesa junto a la columna. Le gusta leer el diario a esta hora. Mañana, cuando lo vea al padre, seguro me va a preguntar si estuvo repasando. Voy a mentirle, porque ya le tengo dicho que se preocupa demasiado. Es un buen pibe, nunca se llevó una materia. Este año termina el Polimodal y está con la cabeza en Bariloche, es comprensible. Nosotros a esa edad, también hacíamos lo nuestro. Eran otros tiempos.
Así las cosas, la verdad es que hoy vino bastante gente. Hay días mejores que otros, pero lo cierto es que el bar todavía se mueve. Vuelvo a pensar en Ana cuando se acerca para pedirme que prepare una lágrima. ¿No estaré siendo un poco egoísta? Por ahí la envidio un poco, en esa actitud de ponerle ganas al trabajo. Por eso la tomé. Igual, esto no era lo que yo quería para mi vida, estar detrás de una barra atendiendo un bar. Sí, laburar por mi cuenta, porque nunca me gustó trabajar bajo patrón. Pero no en este rubro. No me quejo tampoco, supongo que me fui acostumbrando con el paso de los años. O no. En un par de horas cerramos.

Publicado en revista La Puerta Nº 161 – Junio, 2006
Mariano Sicart (2004).

Llorando en el espejo


A veces, él se deja ver. O, lo que es lo mismo, me permite observarlo. Son momentos breves, en los que la duda guía sus preguntas y no consigue dar con las respuestas que tanto ansía. Entonces suele reprocharse a sí mismo por no haber actuado ante una determinada situación como debía hacerlo, renegando de su consabida timidez, o simplemente elige resignarse y dejar que todo siga su curso sin preocuparse demasiado por lo que pueda pasar. Baja la guardia, supongo, y su debilidad es tal que puedo sentirla como propia. Ahora es uno de esos instantes, los que de tanto en tanto logran inquietarlo. Como dije, lo veo, pero él pretende no devolverme la mirada. Aleja su rostro sin la menor intención de contemplarme. ¿Acaso no le agrada lo que ve? Tal vez.
Abandona el baño de hombres y vuelve a su mesa. Sirve cerveza en su vaso y comienza a hojear el diario del día. Sus dedos recorren las páginas con rapidez, repasando los titulares de las noticias. Rara vez se detiene ante el contenido de los artículos. Y sin embargo, no ignora lo feliz que sería teniendo la oportunidad de sentir esa adrenalina constante que genera el trabajo en una redacción. El vértigo de escribir contrarreloj, la expectativa de salir a la calle buscando información, el contacto con la gente y sus problemas. Pero ahora está del otro lado, y disfruta del hecho de poder seleccionar lo que va a leer. Entonces separa del cuerpo principal del matutino los suplementos Espectáculos y Deportes, alguien en una mesa vecina lo nota y le solicita el resto. Responde al pedido y vuelve a su lectura.
Poco dice el suplemento deportivo acerca del equipo de sus amores. Es miércoles y no hay demasiadas novedades más allá del entrenamiento del día anterior. Sin embargo, esas escasas líneas con declaraciones de los jugadores y el D.T. sobran para ilusionarlo de cara al partido del domingo. Efímera pero imprescindible sensación, puesto que cuando alza la cabeza luego de haber llegado al final de la nota, recuerda el mal momento por el que su club atraviesa y la realidad vuelve a atraparlo. De Espectáculos solo rescata un anticipo sobre una película próxima a estrenarse en los cines de la ciudad, que quizá vaya a ver.
Apura el último vaso de cerveza y piensa en el mundo. Aquél que el periódico describe parcialmente haciendo hincapié en los sucesos nefastos que a diario acontecen aquí y allá, comunicación mediante, sin límite de tiempo o distancia. La historia se repite inexorablemente, como una película vista ya demasiadas veces para inquietarse. Aún así, sabe que todavía hay cosas que lo emocionan, no ha perdido del todo esa capacidad. Eso lo hace sentir vivo. El mundo también lo está, se dice para sí como necesitando confirmarlo. Pese a todo. Aunque la vida no tenga el menor sentido y la humanidad juegue a encontrárselo de manera equivocada. Existir como sinónimo de presencia y la muerte como su contracara, la ausencia. Dicotomía que al pensarse dispara como por adyacencia la reflexión acerca de la felicidad y la tristeza. O, lo que es lo mismo, el amor y la soledad.
Evalúa eso cuando sus ojos abandonan el lugar, perdiéndose en la cotidianeidad que depara la calle, a través de la perspectiva que ofrece una de las ventanas. De entre quienes circulan por esa esquina, llaman su atención tres personas. Una joven pareja (que estima de su misma edad) caminando abrazados y hablando animosamente, y en la vereda opuesta, un hombre entrado en años con gesto apesadumbrado que se dispone a cruzar la calle en dirección al bar.
No es casual que haya elegido observar a esa gente, tampoco el hecho de que vuelva a considerar la cuestión que ocupa sus pensamientos y se sienta más cerca del anciano que de los jóvenes. Se pregunta ahora sobre su futuro, y no le agrada la conclusión a la que arriba. Abandona la mesa, se acerca a la barra y paga su consumición. Vuelve al baño y se quita los anteojos ante el espejo. Esta vez, nos miramos con franqueza. Comienza a llorar y lo entiendo, más no puedo hacer nada. Soy su imagen, su reflejo.

Publicado en revista La Puerta Nº 162 – Julio, 2006
Mariano Sicart (2004)

Arrepentido


Lo veo a través de la ventana. Hay poca gente en el bar a esta hora. Entro, saludo y me siento junto a él. Me dispensa una larga mirada intimidatoria que no cumple su objetivo.
-Lo noto algo tenso, tranquilícese un poco. ¿Pidió algo?- digo para romper el hielo.
-Un café bien cargado. ¿Cómo es esto, trajo el grabador o va a tomar nota?
-Como usted quiera, aunque preferiría que antes charláramos un poco, si no le molesta.
-¿Por donde quiere que empiece?- dice justo cuando interrumpe el mozo con su café. Ordeno una lágrima para que se vaya. Piensa un momento y recomienza el relato.
-En casa no había muchas opciones. Mi viejo era cana, viene de familia. Y a mí nunca me dio el bocho para estudiar. De pedo terminé el secundario, en la EEMPA, por insistencia de la vieja. No se podía pensar mucho. Veinticinco años, mi mujer embarazada y no salía ningún laburo. Hice el curso, ingresé a la fuerza nomás.
Hace una pausa para tomar el café. Sin decir nada, me arriesgo. Saco el grabador del bolsillo del saco y lo pongo sobre la mesa. Aprueba con la mirada. Lo enciendo y pregunto.
-¿Cuánto hace que está en la policía?
-Van a hacer diez años en junio. Si llego, no sé- habla con nerviosismo, pero se sobrepone.
-¿Qué puede decirme acerca de los excesos en la represión durante diciembre de 2001?
Su respuesta se hace esperar. Interpone un silencio prolongado que solo se quiebra después de que el mozo sirva mi lágrima y se retire hacia la barra. Titubea antes de retomar.
-No puedo dormir por las noches, sabe. Eran tantos... Esa gente tenía hambre. La villa se formó un tiempo después que me fui del barrio. Sí, mi barrio. Cada vez que patrullaba por la zona veía caras conocidas. Pero antes no había tanta miseria. Hoy, la mayoría de los pibes con los que jugaba al fútbol están muertos. Los que quedan, son chorros o faloperos, es así. Lo que pasó esos días todavía está acá- explica llevándose la mano a la cabeza.
-¿Cuáles fueron las órdenes que recibieron al momento de actuar?- lo insto a que continúe.
Reprimir los intentos de saqueo sin dejar huellas. La orden vino de arriba, ¿entiende? Se usó munición gruesa y antitumulto. Miré, yo no voy a dar nombres. Lo que sí, puedo confirmarle esto. Que supongo, ya sospechaba, por la nota que publicó en el diario. Y también, que muchos efectivos se excedieron en su accionar. Pero no me pida más, porque estoy hasta las manos. Usted sabe como es, hace tiempo que me tienen fichado.
-¿Por qué lo hace? ¿Qué lo llevo a buscarme para hablar del tema?- pregunto intrigado.
-Los muertos, supongo. Y mi pibe. En el Gran Rosario murieron siete personas a manos de la Policía. Yo estoy consciente de que hice lo que debía, cosa que no puedo decir de muchos de mis compañeros, los mismos que siempre me miraron mal cuando no quería recibir las coimas; pero igual, me siento sucio. Nicolás tiene nueve años, ¿sabe? Mucho no entiende, tenía seis entonces. A veces se acuerda de esos días, ver a la madre llorando frente a la tele, mirando el noticiero, y me pregunta sobre mi trabajo. No sé bien qué contestarle. Me digo que lo hago por él, pero no es fácil, cada día es más jodido intentar ir por derecha. Y no me queda mucho, tampoco- confiesa con un inocultable dejo de tristeza.
-Cálmese un poco, tome el vaso de agua. ¿Qué quiere decir?
-Ellos saben todo, ¿no se da cuenta? Voy al baño, ya vuelvo- aclara apagando el grabador.
Quedo solo frente al pocillo vacío, pensando en que por ahí juzgué mal al tipo. Cuando llamó a la redacción no daba dos mangos por lo que podía llegar a decirme, y me dio una bomba. Aparte, parece honesto. Quiero pedir otra lágrima, pero no logro ver al mozo. Ahí está, saliendo del baño. Le hago la seña, asiente con la cabeza. Da cuenta de mi pedido en la barra y recoge su bandeja. Pasa a mi lado y explica que después de que atienda las mesas de afuera viene por lo mío. Le digo que no hay apuro. Mi entrevistado se demora.
Cinco minutos, ¿qué pasa? Me levanto, camino hacia el baño. Abro la puerta y lo veo en el suelo, tendido boca abajo sobre un gran charco de sangre fresca. Una sensación de náusea sube por mi garganta desde el estómago hacia la boca. Asqueado, vomito en el lavamanos y salgo corriendo a los gritos. Todos me miran horrorizados. Vuelvo a la mesa para buscar mi celular en el interior del saco. Allí es cuando me doy cuenta. El grabador no está. El “mozo” tampoco.

Publicado en revista La Puerta Nº 163 – Agosto, 2006
Mariano Sicart (2004)

Cuando la tarde se hace noche


Lleva unos quince minutos sentada en esa mesa. Sola. De a ratos consulta la hora en el reloj de pared ubicado frente a ella. Es muy bonita. Joven, debe tener mi misma edad. Delgada, algo más baja que yo, de cuerpo armonioso, aunque nada exuberante. Un tipo de belleza delicada, podría decirse. Aunque tal vez ignore que nada sería lo mismo en ella sin esa espléndida sonrisa que se esboza en su rostro espontáneamente, ahora mismo, mientras habla vaya a saber con quién a través de su celular. Sus ojos pardos se encienden con una chispa diferente entonces, mientras mueve levemente su cabeza, acomodando de lado su largo cabello castaño claro con un delicado toque de su mano izquierda.
Cuesta apartar la vista de su persona, aunque dudo que pueda llegar a darse cuenta que la observo. Aún pese a la poca gente que hay en el bar a esta hora, cuando la tarde se hace noche y el centro de la ciudad extingue su actividad comercial para permitir el obligado regreso a casa. Dudo que llamase su atención de alguna manera. Corta. Apaga el celular para guardarlo en su cartera, que cuelga en el respaldo de la silla. Vuelve a servir la botella de gaseosa en su vaso, para beberlo mientras dirige su mirada hacia el amplio ventanal. Tal vez ahora mismo toda su atención se halle atrapada por algún insignificante detalle, de esos que dejan a uno en silencio. No lo sé.
¿Qué estoy haciendo? Después de todo, yo tengo una vida, también. Se hace tarde para volver a la Facultad, y hoy tengo examen. Me reprocho a mí mismo haber pedido otro café -el segundo, ya-, en el momento en que debería estar saliendo. Pero debo admitir que estoy haciendo tiempo, por una sola e inequívoca razón. Ella. Podría atribuirlo a que me intriga la situación. Me quedo para ver quien es el afortunado al que, evidentemente, espera.
No soy de hacer estas cosas habitualmente, reconsidero mientras recibo el café de manos de la mesera. La curiosidad nunca ha sido uno de mis defectos y con el estudio no jodo. Igual, no puedo evitar quedarme para ver a esta chica que me alegró el día. Mentiría si niego lo mucho que me gusta. Sí, es eso. Por extraño que parezca viniendo de mí. Justo yo, que era el primero en reírme cuando algún amigo del grupo contaba que esto mismo le había pasado con alguna mina sin mediar palabra, nomás al verla. Parece que terminé siendo la víctima.
Ahora se muestra sorprendida, volvió a sacar el celular y creo que esta leyendo un mensaje de texto. Adivino por su reacción que algo no le ha caído bien. Baja la cabeza, afligida, llevando su mano derecha hacia la frente en un claro gesto de resignación. Así transcurre un largo instante, que termina cuando se percata de que en la vereda, la gente empieza a apurar el paso. Afuera, el viento sopla algo más fuerte que lo habitual, anunciando agua. De inmediato, las primeras gotas comienzan a caer copiosamente sobre el pavimento. Lo que faltaba. Menos mal que hoy escuché el pronóstico en la radio y traje conmigo el paraguas.
Bueno, suficiente. Hago una seña para que me vengan a cobrar la consumición y dejo la plata sobre la mesa. Hasta acá llegué. Todo esto es una boludez, no da para más. Me levanto, coloco la carpeta bajo el brazo y abrocho la campera, debe estar fresco en la calle. Considero mis opciones. La parada del bondi está a dos cuadras, pero si lo tomo no hay forma de que llegue a horario para rendir. Pienso en que ando medio justo con la guita, en los apuntes que deje encargados en la fotocopiadora y tengo que pagar, pero no hay otra, debo tomar un taxi. Camino por el lugar tratando de evitar mirarla, pero a unos pasos de la puerta, mis ojos la buscan. Para mi sorpresa, su mesa está vacía. Debe haber salido recién, me digo al cruzar la puerta.
Entonces la veo, parada sobre el cordón amarillo, mojándose. Me acerco. Abro el paraguas y sin decir nada, la cubro, protegiéndola de la lluvia. “Gracias -me dice-, mi hermano tenía que pasar a buscarme con el auto, pero se demoró en el trabajo”. En eso viene un taxi. Le ofrezco tomarlo, aclarándole que yo puedo esperar el próximo. “No, lo compartimos” -sentencia volviendo a sonreír-. Subimos. Al cerrar la puerta creo interpretar un guiño del destino en ese cielo gris y acuoso que la ciudad padece. De pronto, el examen no parece tan importante.

Publicado en revista La Puerta Nº 164 – Septiembre, 2006
Mariano Sicart (2005)